Por Enkidu
Un grupo de amigos decidió organizar un viaje a la selva. Nunca habían hecho algo así, pero vieron la oportunidad y quisieron experimentarlo. Reunieron a varias personas, aunque el chico solo conocía a tres de los asistentes; los demás eran conocidos de ellos. En total, el grupo estaba compuesto por nueve personas.
Se alojaron en una cabaña perteneciente a un familiar de uno de los integrantes. Sin embargo, al darse cuenta de que no había suficiente espacio para todos, solicitaron prestada una camioneta y se adentraron en la selva. Al encontrar un lugar adecuado para acampar, notaron que alguien había estado ahí recientemente, pues hallaron restos de una fogata aún apagada.
El grupo se organizó en tareas: algunos se quedaron en la cabaña preparando la comida, otros fueron a buscar alimentos en la selva y unos más se quedaron junto a la fogata planificando el día siguiente. Fue en ese momento cuando comenzaron a escuchar sonidos extraños, similares al canto de grillos, pero con una tonalidad inquietante.
Uno de los amigos decidió investigar el origen del sonido y se adentró en la selva. Pasaron veinte minutos y no regresó. Preocupados, los demás supusieron que había vuelto a la cabaña antes que ellos. Sin embargo, al regresar, lo encontraron junto a los demás, sentado frente a la fogata, con una expresión perdida. Algo en su mirada no parecía normal.Y este les dijo: por fin regresaron.
Cuando llegó la noche, el grupo se refugió en la cabaña para dormir. Fue entonces cuando el chico notó algo inquietante: había diez personas, cuando originalmente eran nueve. Observó los rostros de sus compañeros, pero todos le parecían familiares. Dudó de su propio conteo y decidió ignorar la situación.
A la mañana siguiente, retomaron las actividades. Mientras el chico estaba junto a la fogata, volvió a escuchar el mismo sonido de la noche anterior, pero esta vez más cerca. Miró hacia los árboles y vio una figura moviéndose entre ellos. Al fijarse mejor, notó que se trataba de una adolescente con la misma expresión perdida que los demás. Cuando preguntó quién era, sus compañeros le respondieron que era parte del grupo.
Algo no cuadraba. Él estaba seguro de no haberla visto antes. Pero cuando volvió a mirar hacia el mismo lugar, la niña había desaparecido.
Por la noche, al momento de acostarse, el chico contó nuevamente a los presentes. Esta vez eran once. Ahora estaba seguro de que alguien más se había infiltrado en el grupo. Intentó mantener la calma y llamó al hermano de uno de los dueños de la cabaña para que fuera al lugar de inmediato.
Cuando el hermano llegó, encontró a la misma adolescente de la noche anterior y le preguntó si formaba parte del grupo. Ella respondió afirmativamente y él, sin dudar, la invitó a acompañarlo hasta la cabaña. Sin embargo, al llegar, la joven se detuvo a cierta distancia y no se acercó más. El chico, al observarla desde la ventana, hizo señas a su amigo para advertirle que ella no pertenecía al grupo.
El hermano del dueño de la cabaña se volteó para mirarla y quedó petrificado: la niña no tenía ojos. Donde deberían estar sus cuencas, solo había un vacío oscuro. Asustado, intentó sacar un machete, pero la niña reaccionó y se lanzó hacia él con velocidad inhumana. Logró zafarse y corrió hacia la cabaña, tocando desesperadamente la puerta para que le abrieran. Desde dentro, los demás se negaron, temiendo que la extraña presencia entrara con él.
Eventualmente, el hombre logró entrar a la cabaña, sangrando por un golpe en la cabeza. Contó que intentó lastimar a la niña, pero ella le arrebató el machete y lo hirió antes de salir corriendo hacia los arbustos.
Cuando el grupo volvió a contarse, el número había vuelto a ser diez. La cifra fluctuante de personas solo aumentaba la sensación de terror. Decidieron que esa noche sería la última en la selva. Uno de ellos se ofreció a quedarse afuera de la cabaña para vigilar mientras los demás dormían.
A la mañana siguiente, el vigía había desaparecido. El chico intentó justificarlo pensando que quizás había salido a cazar. Sin embargo, el miedo lo invadió: no podía quedarse más tiempo allí. Decidió que debía regresar a casa a toda costa. Aunque algunos intentaron convencerlo de quedarse, él estaba seguro de que algo en esa selva no era normal.
Nadie supo qué ocurrió con su amigo desaparecido ni con la niña de ojos vacíos. Los eventos de esa noche quedaron grabados en la memoria de los presentes, pero nunca pudieron encontrar una explicación racional para lo sucedido.
Al regresar a casa, el chico tocó la puerta y llamó a su madre. Cuando ella abrió, dio un grito de asombro y exclamó:
—¡Pero si tú ya estás dentro de la casa! ¿Quién eres?